El precio de los bienes y servicios utilizados por los hogares estadounidenses aumentó 6,2 por ciento durante el último año, según los datos publicados el miércoles por el Departamento del Trabajo. Este es el mayor aumento desde 1990. Solo en octubre, el costo de los bienes esenciales aumentó casi uno por ciento.
Pero las estadísticas de inflación comienzan a completar la historia:
- Los comestibles aumentaron 5,4 por ciento en un año. Particularmente, el costo de la tocineta aumentó 20 por ciento, los asados de res 25 por ciento y el índice general para carnes de res, aves, pescado y huegos 11,9 por ciento.
- La comida rápida aumentó 7,1 por ciento comparado al último año. Los restaurantes con servicio completo aumentaron sus precios 5,9 por ciento.
- El costo de llenar el tanque de gasolina aumentó 49,6 por ciento en los últimos 12 meses. Según la asociación sin fines de lucro AAA (American Automobile Association), el promedio nacional el martes era de $3,42 por galón el martes, comparado a $2,11 el año pasado.
- Los precios energéticos en general han aumentado 30 por ciento. La Agencia de Información Energética de EE.UU. predice que los hogares gastarán 43 por ciento más en combustible para calefacción y 30 por ciento más en gas natural este invierno.
- El costo de los vehículos aumentó significativamente. Los autos usados incrementaron 26,4 por ciento, los vehículos nuevos 9,8 por ciento y los de alquiler 39,1 por ciento.
- Otros aumentos importantes ocurrieron en electrodomésticos (6,6 por ciento), cuartos de hotel y motel (25,5), muebles (12), flete (7,9), envíos (7,2), recolección de basura (5,3), tabaco (8,5), computadoras (8,4), bienes deportivos (8,7), cámaras y equipos de fotografía (5,5), así como tintorería (6,9).
Si bien los ingresos diarios promedio aumentaron 5,1 por ciento comparado al año pasado, la inflación es mayor. En contraste, los salarios cayeron 1,1 por ciento, traduciéndose en un recorte salarial para el trabajador promedio.
Es más, los aumentos de los costes de consumo son padecidos de forma desproporcionada por los sectores más pobres de la población. Un dólar más por galón de gasolina le pesa mucho más a un trabajador que gana 19 dólares, el salario medio de 2019, que a los ricos.
Los trabajadores no pueden permitirse estos aumentos. Una encuesta de marzo del informe de consumo de Jungle Scout encontró que el 56 por ciento de los estadounidenses estaban viviendo de cheque en cheque. Esta semana, la Reserva Federal anunció que la deuda de los hogares estadounidenses alcanzó un máximo histórico de $15,24 billones. Esto fue impulsado por la deuda de las tarjetas de crédito, los préstamos para automóviles y los préstamos estudiantiles.
Comentando estos hechos, CNN escribió: “Ahora que el subidón de azúcar del estímulo pasó, los consumidores están volviendo a sus viejas costumbres de gastar con sus tarjetas de crédito”. Aunque redactada en el lenguaje insensible e indiferente típico de los medios de comunicación estadounidenses, esta afirmación apunta a una realidad básica: el mínimo de ayuda financiera que permitía a los trabajadores sobrevivir en medio de la pandemia se acabó y las familias de la clase trabajadora se ven obligadas a pagar sus crecientes facturas mediante préstamos.
La actual oleada de inflación surge de la intersección de la crisis desencadenada por la pandemia con las décadas de políticas que promueven el crecimiento de la desigualdad social.
Durante décadas, el Gobierno y la élite política de Estados Unidos trataron de superar la crisis del capitalismo estadounidense mediante el empobrecimiento de la clase trabajadora, junto con la provisión de dinero ilimitado para la élite financiera.
En 1979, la Administración de Carter nombró a Paul Volcker como presidente de la Reserva Federal. Volcker se dedicó a subir los tipos de interés a niveles históricos para acabar con la resistencia de la clase trabajadora.
Con la elección de Reagan en 1980 este asalto se intensificó. Consiguiendo garantías de la confederación sindical AFL-CIO de que los sindicatos no interferirían, Reagan aplastó una huelga de controladores aéreos en agosto de 1981. La traición de la AFL-CIO inició una ola de derrotas para los trabajadores, según los burócratas sindicales se transformaron en contratistas de mano de obra barata, que funcionaban para vigilar a la clase trabajadora en beneficio de sus ejecutivos cada vez más ricos y corruptos.
Pero la crisis económica subyacente del capitalismo estadounidense que impulsaba estas políticas no hizo más que profundizarse. La Reserva Federal fomentó la especulación y el endeudamiento para mantener las burbujas de activos. En una crisis tras otra, a partir de 1987, el Gobierno intervino para comprar activos tóxicos, bajar los tipos de interés y canalizar el dinero hacia los mercados financieros. La riqueza de las clases altas se disparó, ligada al aumento de los precios de las acciones.
Esta política llegó a su punto álgido en 2008. Los activos tóxicos de las hipotecas con alto riesgo en EE.UU. implosionaron, engullendo toda la economía mundial. En respuesta, la Reserva Federal y otros bancos centrales tomaron medidas sin precedentes para apuntalar los mercados capitalistas. Bush y Obama inyectaron billones de dólares en los mercados financieros, rescataron directamente a Wall Street, se negaron a procesar a los responsables y reestructuraron la industria manufacturera estadounidense recortando los salarios y las prestaciones de la industria automovilística.
En 2020, los billones de dólares inyectados en los mercados financieros en respuesta a 2008 habían conducido a máximos históricos en el mercado de valores.
Aunque la pandemia interrumpió temporalmente estas ganancias, la respuesta de la clase dominante ha sido orquestar otro rescate masivo de los ricos. La Reserva Federal inició un programa de emergencia de compra de activos. Se han utilizado unos $4,5 billones de dinero impreso digitalmente para apuntalar los mercados financieros. La compra de activos continúa con $120.000 millones cada mes. Además, la Ley CARES, que costó $2,3 billones, fue en gran medida un rescate de grandes corporaciones y empresas, muchas de las cuales recibieron miles de millones de dólares en ayudas directas.
Este dinero gratis ha alimentado una inflación masiva en el valor de todos los activos financieros y la riqueza de los ricos.
La oligarquía financiera que dicta la vida social y política en Estados Unidos está decidida a que toda la carga de la crisis provocada por la pandemia caiga sobre la clase trabajadora. Esta preocupación primordial condujo al encubrimiento de los peligros que presenta el COVID-19 a principios de 2020, luego al abandono sistemático de las medidas de salud pública a partir de finales de marzo, seguido inmediatamente después por el recorte de las ayudas de emergencia a los desempleados, con el objetivo de obligar a los trabajadores a aceptar cualquier trabajo, por inseguro o mal remunerado que sea, que puedan conseguir.
Pero a pesar de los esfuerzos de la clase dirigente por obligar a los trabajadores a ir a fábricas y almacenes infectadas, la pandemia, junto con las tensiones internacionales que agudizó, ha tenido un gran impacto en las cadenas de suministro mundiales. Muchos trabajadores con problemas de salud, o cuyos familiares están inmunocomprometidos, han optado por no volver a los trabajos con salarios de miseria en medio de una pandemia fuera de control.
A la clase dirigente le preocupa que las crecientes demandas de los trabajadores por salarios más altos, expresadas tanto en huelgas como en el llamado “gran rechazo”, es decir, que los trabajadores con salarios bajos abandonen sus puestos de trabajo, haya provocado una importante escasez de mano de obra en sectores clave.
El aumento del coste de vida ha impulsado la mayor oleada de huelgas de las últimas décadas, incluyendo importantes luchas en Volvo, Deere, Dana y otros lugares.
En cada una de estas luchas, los trabajadores no solo se enfrentan a sus empleadores, sino a los sindicatos, que se han dedicado a aislar, sabotear y finalizar sistemáticamente cada huelga. Si estas organizaciones de esquiroles se salieran con la suya, la lucha de clases en 2021 se desarrollaría de la misma manera que en décadas pasadas: con la caída de los salarios, despidos masivos y el aumento de las ganancias empresariales.
Pero en las fábricas, hospitales y escuelas de todo el país se están formando nuevos comités de base que representan los verdaderos intereses de los trabajadores. Para tener éxito, estas organizaciones deben, mediante una acción coordinada, romper el aislamiento que les imponen los sindicatos. Para ello, es necesario establecer lazos y vínculos con los trabajadores de otros sectores, de otros estados y, sobre todo, de otros países.
Ante el crecimiento de la lucha de clases, algunos sectores de la clase política están considerando resolver el “problema laboral” por la fuerza, y Biden dijo el mes pasado que está considerando desplegar la Guardia Nacional para “poner en marcha los puertos”.
Desde el comienzo de la pandemia, la clase dominante estadounidense ha intentado garantizar que todo el costo de la crisis, ya sea en muertes o en sufrimiento económico, sea asumido por la clase trabajadora, incluso mientras los multimillonarios del mundo acumulan fortunas inconmensurables.
Pero ya es suficiente. No son los trabajadores explotados y empobrecidos de Estados Unidos, a quienes se les ha dicho durante décadas que deben aceptar despidos y recortes salariales por el bien de la industria estadounidense, sino la oligarquía financiera de Estados Unidos la que debe asumir el coste de una crisis sanitaria, social y económica creada por el capitalismo estadounidense.
(Publicado originalmente en inglés el 10 de noviembre de 2021)